Cuando creían que sólo era una más de las protestas estudiantiles que con frecuencia en los abriles de cada año llenaban las calles de consignas, paros, tomas, carteles criticando duramente al gobierno, lacrimógenas, tortugas ninjas persiguiendo estudiantes, asambleas, guanacos, alcaldes amenazando perder el año. Aparecieron las cacerolas, la familia, los adultos, lo que trabajan, los endeudados. Aparecieron sin piedras, ni molotov, ni barricadas. Fueron los estruendos de ollas que al unísono hacían sonar el himno del descontento. Ese mismo himno que en este momento suena en gran parte del mundo.
En estos últimos meses hemos sido testigos de la generación de una nueva forma de ser y hacer ciudadanía. La imagen del chileno sumiso, sin opinión, del joven “no estoy ni ahí”, del dueño de casa retraído y abrumado por las cuentas, poco a poco comienza a cambiar. En las calles, avenidas, pasajes, condominios y edificios de nuestro país, salió ese chileno aburrido, “chato”, “hasta la coronilla” de un sistema político-económico que sigue dejando a la gran mayoría de la población con un miserable pedazo de la torta. Sintió por primera vez el derecho de reclamar, de no estar de acuerdo, de meter bulla sin vergüenza al que dirán, más bien con el orgullo de empoderarse con un cucharon y una olla del espacio público.
Mientras esto pasaba en las calles, en el Congreso, en los partidos, en el gobierno, existe un proceso paralelo. Desconcierto, desesperación, rabia, descontrol. Los políticos no han logrado entender la nuevas expresiones ciudadanas. Y es que cometen un grave error: quieren abordar los problemas con las lógicas de una etapa que se acaba, de un ciclo político que esta en su periodo final.
La Concertación no logra desprenderse de sus veinte años de gobierno, de haber derrocado a la dictadura de Pinochet, de haber disminuido la pobreza, de los tratados de libre comercio. No logra mantener sintonía con los movimientos ciudadanos, como lo hizo a fines de los 80’. Aun creen –con gran soberbia- que el problema fue el candidato, es decir, con uno mejor ganarán nuevamente. El problema es que aún no logran responder el ¿para qué?
El gobierno entiende mucho menos. La nueva forma de gobernar no convenció a nadie, ni siquiera a los mineros. El modelo gerencial, sin vínculo ciudadano, el poner la eficiencia por sobre las justas demandas de la gente, lo ha sepultado bajo una histórica cifra de desaprobación. Hacen cambios en el equipo, prueban formulas, ajustan, ofrecen dinero, tal como lo ha hecho cada ministro, diputado, senador, de la coalición por el cambio en sus negocios personales. No logran entender el no al lucro, por que a base del lucro han construido sus fortunas con las que financian campañas y juegan al servicio público.
A pesar de la caótica escena, este proceso de cambios es de gran riqueza para nuestra alicaída y fome democracia. Por un lado, se esta formando una ciudadanía independiente, que fiscaliza, que reclama, que propone, que en el fondo hace política sin los políticos. Mientras que los políticos hoy están obligados a reformar sus antiguas prácticas y escuchar para entender a este nuevo ciudadano de la cacerola.
Los signos del fin de una etapa de la política en Chile son cada vez más evidentes. Nuestra democracia esta a punto de estallar. El inicio de un nuevo ciclo debería esta cargado de reformas que apunten a perfeccionar aquellos espacios autoritarios que aun persisten con gran fuerza en nuestro sistema político-institucional. De abrir espacios, de demorarnos un poco más, pero hacer las cosas con todos y de mejor manera.
Esperemos que quienes elegimos para conducir este país estén a la altura de las circunstancias.
Guillermo Marín Vargas
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